“Estaban iniciando en la cama los retozos
del amor, él desnudo y ella a medio desvestir, cuando oyeron los primeros
gritos, los primeros tiros, y el trueno de los cañones….Manuela lo ayudó a
vestirse a toda prisa, le puso las pantuflas impermeables que ella había
llevado puestas, pues el general había mandado a lustrar su único par de botas,
y lo ayudó a escapar por el balcón con un sable y una pistola…” Estas líneas extraídas de la obra El General en su laberinto, de García
Márquez, resumen lo que más se destacó de Manuela Sáenz Aizpuro hasta bien
avanzado el siglo XX. Manuelita Sáenz, como familiarmente se le conocía,
figuraba en los textos escolares como la amante de Bolívar, que ayudó a éste a
escapar de la conspiración septembrina de 1828. Y punto.
Con el paso del
tiempo y el reconocimiento de su figura como algo más que la de ser compañera sentimental y salvadora de Bolívar,
la dama quiteña Manuela, hija de Simón Sáenz de Vergara, hidalgo español y de
la criolla María Joaquina de Aizpuro, ha sido objeto de investigaciones que han
sacado a la luz su perfil más sobresaliente: haber sido la precursora del
feminismo en tiempos coloniales. No sólo combatió y participó en varias
batallas por la independencia del Nuevo Reino de Granada; también
transgredió todas las normas sociales establecidas. La primera, la de la
insumisión hacia su marido.
Manuela quedó
huérfana de madre nada más nacer. Con
las monjas aprendió el arte de la repostería, el bordado, el inglés y el
francés. Ello le servirá posteriormente cuando sufre el exilio tras la muerte
de Simón Bolívar. Con la mujer de su padre, Juana del Campo y Larraondo, cultivará
la lectura. Con su hermano por parte de padre, José María Sáénz, tendrá una relación tan fraternal que a través
de él, como oficial del Batallón Numancia de las tropas libertadoras a cargo
del general Antonio José de Sucre, se interesará profundamente por la causa
independentista. Ve por primera vez a
Bolívar desde un balcón, cuando los ejércitos leales hacen su entrada a Quito. Iba
preparada para ese encuentro a distancia; lanzó un ramo de rosas con la intención de que éste cayese a los pies
del caballo del Libertador, pero justo golpea el pecho del General, y cuando éste
alza la mirada se topa con la de Manuela
ruborizada, y le sonríe. En un encuentro posterior él le dirá : “Señora, si mis soldados tuvieran su
puntería, ya habríamos ganado la guerra a España”.
Se casó por
conveniencia a los 19 años con el médico inglés James Thorne que le doblaba la edad, y al que Manuela nunca
llegará a amar. De él ella misma decía, que era un hombre que reía sin reir, respiraba pero no vivía y le generaba las más
agrias repulsiones. Le abandona, se fuga con Bolívar. Participa en la Batalla de Pichincha, en
la de Ayacucho, y es ascendida a coronela por el General Antonio José de Sucre.
Es ella quien
comunica por carta al inglés que da por terminado su matrimonio. Este hecho es
tal vez el que más odios y repulsas provocó en la sociedad de entonces. Un
sentimiento que perduró incluso hasta hace muy poco en la mentalidad masculina
de aquellas tierras latinoamericanas, y en las timoratas mentes femeninas. Hoy por fin
se le reconocen sus méritos personales, su valentía como mujer, al hacer
de su vida personal un ejemplo del derecho al que tiene toda mujer para elegir
por si misma su propio destino.
Por Eleonora Sachs
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